martes, 3 de noviembre de 2009

“Las partículas elementales” de Michel Houellebecq

Hace unos años Michel Houellebecq se convirtió en la “gran esperanza blanca” de las letras francesas, el hombre y el nombre destinado a tomar el relevo a los Camus, Céline y demás, el nombre al que recurrir para demostrar que se estaba a la última gracias a la novela que hoy les voy a comentar, “Las particulas elementales”, una novela triste y hermosa, por momentos, engorrosa y pesada, en ocasiones, desgrana los problemas de las sociedades contemporáneas a través de las experiencias de dos hermanastros en la Francia del fin del milenio y critica, con bastante tino, la mayor parte de las líneas de pensamiento, o de falta del mismo, que conforman ese cajón desastre llamado Modernidad.

Dotado de un estilo ágil y directo, Houellebecq presenta las vivencias de dos hermanastros contrapuestos en carácter y complementarios en inquietudes, Michel y Bruno, como el germen que permitió al primero de ellos, un biólogo de éxito completar en un futuro cercano (que ya es nuestro pasado) una construcción teórica que permitirá a la Humanidad evolucionar hacia una nueva especie perfeccionada. Michel y Bruno, hijos de la misma madre que les fue abandonando en pos a los ideales del 68, son personajes que se definen por la búsqueda de respuestas al vacío existencial que marca sus vidas. Michel, frío y analítico, mantiene la actitud perpleja propia del investigador alejado del mundo y busca en la investigación la respuesta para entender lo que la rodea, mientras Bruno, hedonista y apasionado, busca en la inmersión en el placer sexual el único camino para hacer más soportable la existencia. Finalmente, ambos encontrarán la solución a los problemas que les atenazan aunque ninguno de ellos logre la felicidad plena. Si quieren saber más, tendrán que leer la novela.

Salvo en los contados momentos en que Houellebecq se recrea en la descripción de procesos biológicos que se me escapan, “Las partículas elementales” me ha parecido una estupenda novela merecedora de la fama que acarrea, aunque no enganche tanto por la forma sino por el interés de su contenido y la habilidad con que el autor expresa su crítica y su posicionamiento. A pesar de que Houellebecq, a través de sus protagonistas está novelando buena parte de su propia experiencia personal, consigue el adecuado distanciamiento con los mismos para describir las experiencias de unos personajes demasiado humanos que acaban por conmover al lector.

Mal que le pese a algunos, estamos ante una novela perfectamente englobable dentro de la Ciencia Ficción Social en la línea de grandes clásicos del género como “Un mundo feliz” (no en vano hay una parte del libro en el que Houellebecq desgrana a la perfección la obra de Huxley) aunque a más de uno pueda confundir con un posicionamiento realista por lo cercano de muchas de las problemáticas planteadas y que, en muchas ocasiones, me ha recordado a la hora de retratar la angustia de los personajes a esa obra maestra que es “El árbol de la ciencia” de Pío Baroja. La visión del mundo de Houellebecq no deja de ser triste y pesimista, mostrando al hombre contemporáneo imbuido de un materialismo insatisfactorio y narcisista del que no puede zafarse merced al pensamiento actual, aprovechando la libertad de la novela para atacar con agudeza buena parte de sus planteamientos. Sin embargo, la novela de Houellebecq se pierde en la resolución buscando en el Cientifismo de Michel y los avances en Biología una solución que peca un tanto de inocente y facilona.

En fin, estamos ante una novela altamente recomendable que reúne las inquietudes de un autor que no ha evolucionado como sería de desear en posteriores obras, siendo las mismas variaciones más o menos logradas de la misma melodía. Con todo, su obra es recomendable para entender el dónde estamos, otra cosa es la respuesta hacia el dónde vamos. Pero esa no la sabe ni Houellebecq ni nadie. Ustedes mismos.

Otras obras de Michel Houellebecq en El lector impaciente:

Plataforma”.
La posibilidad de una isla”.

José Luis López Vázquez (1922-2009)


Ayer por la noche me tumbé tan tranquilo a ver las noticias y, de sopetón, me dieron el disgusto del día con la muerte de José Luis López Vázquez, un actor mayúsculo y que ha ayudado como pocos a construir la memoria audiovisual de este nuestro país. Una noticia que, a pesar de su edad, no te esperas porque parecía una de esas presencias inmutables.

López Vázquez era un animal de la cámara y de las tablas, capaz de interpretar con igual naturalidad a un hombre que creció pensando que era una mujer que al españolito más salido que puedan echarse a la cara. Fue un verosímil hombre lobo y el padrino divertido que a todos nos hubiera gustado tener, poniéndole rostro y humanidad a los problemas cotidianos de los españoles que intentaban salir del oscurantismo de una Guerra Civil hacia un ilusionante Progreso que luego no fue para tanto. Una de las cosas que más me gustaba de López Vázquez es que, más allá de su extraordinario talento, era capaz de mejorar el trabajo de los actores con los que colaboraba, dejándoles su propio espacio o tapando sus carencias. Podía interpretar cualquier papel y siempre lo hacía como nadie dejando su actuación grabada en la memoria.

Como decía el periodista del Telediario, se están yendo todos los grandes nombres que construyeron nuestro cine (Azcona, Fernán Gómez) y de los que aprendieron los que vinieron después. El problema para las nuevas generaciones de actores y actrices españoles es que carecen de modelos de su calidad y así nos va. Menos mal que siempre nos quedarán sus películas, geniales muchas, entretenidas como mínimo la mayoría (y mala alguna, no se crean).

D.E.P.

Operación Cabaretera” (1967), de Mariano Ozores.



Mi querida señorita” (1971), de Jaime de Armiñán.



El bosque del lobo” (1971), de Pedro Olea.



La Cabina” (1972), de Antonio Mercero.